viernes, 24 de septiembre de 2010

Roca a pulverizar.


Roca a pulverizar.

Epílogos risas e intuiciones sobre Los Proselitistas del Rock


Una cosa es la música que puede traducirse en emoción y la otra la emoción que pretende pasar por música. Dolor paterno en fa sostenido, carcajada sarcástica en amarillo, violeta y negro. No, hijo, el arte comienza más acá o más allá, pero no es nunca eso.

Rayuela, Julio Cortazar


Un hombre que tiene algo que decir y no encuentra oyentes, está en una mala situación. Pero todavía están peor los oyentes que no encuentran quien tenga algo que decirles.

Bertolt Brecht


Si es cierto que nuestra avidez de experiencias se basa en la superación de estereotipos, seamos justos. ¿De qué vale consumir música rara y nueva de un modo perimido y viejo? Al fin y al cabo, nuestro enemigo es uno solo y espera en cada instancia (en el producto musical, en la forma de escuchar y en el modo de escribir sobre él) Se llama conservadurismo. Pablo Schanton


Quiero saber / ¿cuál es tu rock? / salir en tevé, vestirte muy mal y peinarte peor / Quiero saber / ¿Cuál es tu rock? / ¿Por qué te enojas / cuando cantás canciones de amor? // Nos obligan a verte / nos obligan a oír tu voz / en la maratón de la única estación de rock // ¿y ese es tu rock? / eso no es rock / mis libros son rock / mis discos son rock / y mi banda es de rock // Quiero saber / ¿Cuál es tu rock? / ser dueño de un jet / una mansión y un auto veloz / ¿Cuál es tu rock? (Los Látigos)


La música parece ser pura tecnología del placer, un cóctel de drogas de entretenimiento que ingerimos a través del oído para estimular una masa de circuitos del placer al mismo tiempo. Steven Pinker


Sin el opio, los proyectos: matrimonios, viajes, me parecen tan dementes como si alguien que se cae por la ventana deseara vincularse con los ocupantes de las habitaciones ante las que pasa Jean Cocteau


Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son F. Nietzsche


Una enorme explosión de risa, es la respuesta adecuada a las graves “cuestiones” que se complace en agitar la actualidad. Tiqqun


SE nos ha vendido y hemos comprado esta mercancía: el Rock. Pero el rock es un gato encerrado dentro de otro gato. En el box set de edición limitada venía también la palabra-virus “Rock”, con toda su plasticidad resonante y fuerte capacidad de contagio.

Sin culpa, lo reconocemos; hemos alentado el ejercicio de su elasticidad, anduvimos sin barbijo.

Justo cuando el rock desanda los cortos pasos trastabillados antaño en el ring de las posiciones ideológicas, la palabra-virus “Rock” alcanza el cénit de su producción de pus.

La palabra-virus “Rock”, ya, ahora, en todas partes: Un agujero negro que trabaja comiendo las limaduras que la intransigencia deja cuando pisa como el elefante o el tanque de guerra, en el ajetreo de su devenir hacia la invisibilidad y el ataque.

Es una mancha química que muerde los talones de todas las formas de vida y todas las lecturas de estas formas de vida, que escapan de Dios y otras Policías.

La palabra-virus “Rock” bien podría ser lo que la esposa de Lot, desmesurada, observó al voltear. Todo lo que esa mancha química toca o arrojamos a su agujero negro, alguna vez tuvo vida. Por un lado una metáfora pasajera para la radicalidad, por el otro, su mismísima presencia, con toda la redondez de su intensa fugacidad.

Esos escudos rotos y lanzas gastadas se dejan en el terreno de batalla cuando ya no son útiles. “Una entidad agonizante se sacrifica como contenido para sobrevivir como forma” gatillan los niños perdidos de Tarnac.

Ya no importa indignarse por las muecas apagadas de los bufones del Rey-Rock. Ni ante la propagación de rockeros como clones farmacéuticos a la talla de la pantalla caliente de MTV. Ni cuando la Rolling Stone, eficazmente fétida, tergiversa y captura algunos viejos valores.

El espectáculo muerto del museo y el Shopping hay que observarlo con los pies en marcha y la boca cargada de risa como quien asiste a un choque de autos en la ciudad.

No le regalemos nuestra inabarcable intangibilidad a unas pocas palabras. Todo lo que siento, piedra del silencio, lo reparto en un hervidero de metáforas.

Hemos llamado rock erróneamente a casi todo. Leemos rock en todas partes como quien interviene con fibrón o aerosol un cartel publicitario. Arrojamos a la nada lo mejor de nosotras. ¿Cómo es posible? El dispositivo rock es habilidoso. Ha venido creciendo y se ha hecho tan seductor como el libro de Goldstein más difícil de conseguir.

Con la misma fuerza de la bota hundiéndonos en el fango, deseábamos empeñarnos por un poco del aire que SE nos privaba. En está negociación de miserias, aceptamos el tubo de oxígeno que nos tendió una de las manos del cuerpo de la bota.

El rock, en una palabra, es una roca a pulverizar.

Caímos por el tobogán de la palabra-virus “Rock”. La empleamos como perros de Pavlov para decir lo que merecía llamarse de otros modos. Lo que podemos decir de otros modos. Lo que nos urge decir de otros modos.

¿Qué modos? Pregunta el público del talk show o los Me Gusta o Comentar del Facebook. Cualquiera que en su búsqueda se apoye en los cortes de los fluidos que nutren las maquinas del Imperio. Ya sabemos que no es posible decir más que esto, cualquier intento por hacer una “propuesta” anularía el gesto que habilita.

Solo hay una posibilidad para resguardar y usar el puñal afilado de lo mejor de nosotras y esto es subvirtiendo el lenguaje. Hay que hablar el lenguaje y no dejar que el lenguaje nos hable a nosotras, dice una amiga.

Los zombies bailarán con las máscaras que vamos abandonando para verse mejor. Esa pobre pieza de ausencias y formas huecas apenas apena.

Nuestro canto es siempre nuevo y tiene el vigor de la alegría.

Otras palabras como mundos habitables esperan.

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Ludditas Sexuales en Radio Zonica en vivo, los lunes 22 hs

NED LUDD, FANTASMA

Todo comenzó un 12 de abril de 1811. Durante la noche, trescientos cincuenta hombres, mujeres y niños arremetieron contra una fábrica de hilados de Nottinghamshire, destruyendo los grandes telares a golpes de maza y prendiendo fuego a las instalaciones. Lo que allí ocurrió pronto sería folklore popular. La fábrica pertenecía a William Cartwright, fabricante de hilados de mala calidad pero pertrechado de nueva maquinaria. La fábrica, en sí misma, era por aquellos años un hongo nuevo el paisaje: lo habitual era el trabajo cumplido en pequeños talleres. Otros setenta telares fueron destrozados esa misma noche en otros pueblos de las cercanías. El incendio y el haz de mazas se desplazó luego hacia los condados vecinos de Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra de principios del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución Industrial. El reguero que había partido del pueblo de Arnold se expandió sin control por el centro de Inglaterra durante dos años, perseguido por un ejército de diez mil soldados al mando del general Thomas Maitland. ¿Diez mil soldados? Wellington mandaba sobre bastantes menos cuando inició sus movimientos contra Napoleón desde Portugal. ¿Más que contra Francia? Tiene sentido: Francia estaba en el aire de las inmediaciones y de las intimidaciones; pero no era la Francia napoleónica el fantasma que recorría la corte inglesa, sino la asamblearia. Sólo un cuarto de siglo había corrido desde el Año I de la Revolución. Diez mil soldados. El número es índice de lo muy difícil que fue acabar con los luditas.
Quizá porque los miembros del movimiento se confundían con la comunidad. En un doble sentido: contaban con el apoyo de la población, eran la población. Maitland y sus soldados buscaron desesperadamente a Ned Ludd, su líder. Pero no lo encontraron. Jamás podrían haberlo encontrado, porque Ned Ludd nunca existió: fue un nombre propio pergeñado por los pobladores para despistar a Maitland. Otros líderes que firmaron cartas burlonas, amenazantes o peticiones se apellidaban “Mr. Pistol”,
“Lady Ludd”, “Peter Plush” (felpa), “General Justice”, “No King”, “King Ludd” y “Joe Firebrand” (el incendiario). Algún remitente aclaraba que el sello de correos había sido estampado en los cercanos “Bosques de Sherwood”. Una mitología incipiente se superponía a otra más antigua. Los hombres de Maitland se vieron obligados a recurrir a espías, agentes provocadores e infiltra dos, que hasta entonces constituían un recurso poco esencial de la logística utilizada en casos de guerra exterior.
He aquí una reorganización temprana de la fuerza policial, a la cual ahora llamamos “inteligencia”. Si a los acontecimientos que lograron tener en vilo al reino y al Parlamento se los devoró el incinerador de la historia, es justamente porque el objetivo de los luditas no era político sino social y moral: no querían el poder sino poder desviar la dinámica de la industrialización acelerada. Una ambición imposible. Apenas quedaron testimonios: algunas canciones, actas de juicios, informes de autoridades militares o de espías, noticias periodísticas, cien mil libras de pérdidas, una sesión del Parlamento dedicada a ellos, poco más. Y los hechos: dos años de lucha social violenta, mil cien máquinas destruidas, un ejército enviado a “pacificar” las regiones sublevadas, cinco o seis fábricas quemadas, quince luditas muertos, trece confinados en Australia, otros catorce ahorcados ante las murallas del castillo de York, y algunos coletazos finales. ¿Por qué sabemos tan poco sobre las intenciones luditas y sobre su organización? La propia fantasmagoría de Ned Ludd lo explica: aquella fue una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un objetivo quimérico: discutir de igual a igual con los nuevos industriales. Pero ninguna sublevación “espontánea”, ninguna huelga “salvaje”, ningún “estallido” de violencia popular salta de un repollo. Lleva años de incubación, generaciones transmitiéndose una herencia de maltrato, poblaciones enteras macerando saberes de resistencia: a veces, siglos enteros se vierten en un solo día.
La espoleta, generalmente, la saca el adversario. Hacia 1810, el alza de precios, la pérdida de mercados a causa de la guerra y un complot de los nuevos industriales y de los distribuidores de productos textiles de Londres para que éstos no compren mercadería a los talleres de las pequeñas aldeas textiles encendió la mecha. Por otra parte, las reuniones políticas y la libertad de letra impresa habían sido prohibidas con la excusa de la guerra contra Napoleón, y la ley prohibía emigrar a los tejedores, aunque se estuvieran muriendo de hambre: Inglaterra no debía entregar su expertise al mundo.
Los luditas inventaron una logística de urgencia. Ella abarcaba un sistema de delegados y de correos humanos que recorrían los cuatro condados, juramentos secretos de lealtad, técnicas de camuflaje, centinelas, organizadores de robo de armas en el campamento enemigo, pintadas en las paredes. Y además descollaron en el viejo arte de componer canciones de guerra, a las cuales llamaban himnos. En uno de los pocos que han sido recopilados puede aún escucharse: “Ella tiene un brazo / Y aunque sólo tiene uno /
Hay magia en ese brazo único / Que crucifica a millones / Destruyamos al Rey Vapor, el Salvaje Moloch”, y en otra: “Noche tras noche, cuando todo está quieto / Y la luna ya ha cruzado la colina / Marchamos a hacer nuestra voluntad / ¡Con hacha, pica y fusil!”. Las mazas que utilizaban los luditas provenían de la fábrica Enoch. Por eso cantaban “La Gran Enoch irá al frente / Deténgala quien se atreva, deténgala quien pueda / Adelante los hombres gallardos / ¡Con hacha, pica y fusil!”. La imagen de la maza trascenderá la breve epopeya ludita. En la iconología anarquista de principios de siglo, Hércules sindicalizados suelen estar a punto de aplastar con una gran maza, no ya máquinas, sino al sistema fabril entero. Todos estos blues de la técnica no deben hacer perder de vista que las autoridades no sólo querían aplastar la sublevación popular, también buscaban impedir la organización de sectas obreras, en una época en la cual solamente los industriales estaban unidos. Carbonarios, conjurados, la Mano Negra de Cádiz, sindicalistas revolucionarios: en el siglo pasado la horca fue la horma para muchas intentonas sediciosas.